Todos necesitamos tiempo para asumir los propios errores, para darnos cuenta de la trascendencia que pueden tener en nuestras vidas. Obvio, que no siempre tienen remedio pero son parte de lo vivido y ejercen una influencia fundamental en lo que nos queda por vivir.
Cuando hablo con ella y siento la necesidad de darle un abrazo mientras me cuenta las novedades de los últimos meses, asumo que es una de esas relaciones sinceras que ha sobrevivido frente a la amenaza de esta crisis existencial generalizada. Con nuestros más, con nuestros menos. Con mi locura transitoria que pudo causar su herida y la asunción de responsabilidad del abrir los ojos. El período de ausencia y el dolor del silencio, la búsqueda del perdón tras mi naufragio en aguas turbulentas llenas de tiburones, de medusas, que tras una yincana de sentimientos y emociones que me llevaron a paradero desconocido...
Hay cosas que no se borran, que permanecen como un sello inconfundible en la mente, en el rinconcito entrañable de la memoria, que los olores, los lugares, la música, la poesía, son capaces de evocar y que siempre vuelven a nosotros.
Esa es ella, la que sobrevivió a batallas, la que aprendió a surgir de las cenizas siempre con actitud positiva. La que vivió el instinto humano como autoaprendizaje. Mi niñez feliz, mi inspiración adolescente, mis esperanzas de que existen cosas verdaderas, reales, de que todo no es un yogur que caduca mañana. Hay cosas naturales, sin conservantes ni colorantes, que con un poco de azúcar satisfechos consumimos hasta que nace en nuestras cabezas la corona de cabellos blancos a los que tanto tememos. Es entonces cuando soñamos en paz con la infinidad de momentos compartidos.