Todos hemos coleccionado algo en nuestras vidas. Algunos
con convicción y otros sin saber muy bien por qué. El chico que coleccionaba
posavasos nunca me quiso contar su historia. Yo sabía de todos modos que antes
o después la escribiría sin tenerla que inventar.
¿Por qué posavasos? Eso también me lo pregunté yo.
Quizás porque son fáciles de conseguir, sencillos de
recopilar.
En el fondo, no tiene mucho sentido apoyar un vaso en
otro lugar que no sea la barra o la mesa de un bar, por lo que no estoy muy
convencida sobre su practicidad. Seguramente los posavasos de los
establecimientos han estado siempre ahí por motivos meramente publicitarios.
Es decir, en un bar, los camareros limpian a menudo las
superficies donde los clientes apoyamos los vasos (o al menos eso nos gusta
pensar) por lo que sería un poco absurdo que su uso se reduzca a meras cuestiones higiénicas.
En fin…el caso, es que el chico de esta historia
coleccionaba posavasos y le encantaba de vez en cuando, volver a observarlos y
recordar el momento y el lugar de los que habían salido.
Su posavasos más antiguo era de cuando había cumplido
catorce años y se había tomado su primera Estrella Galicia con sus amigos.
Luego había otro de un karaoke lleno de firmas femeninas y dedicatorias que
casi no se entendían. Los licores se habían caído por encima y estaba casi
pegajoso.
Luego el de su primera cita con Diana ¡Cuánto le costó
aquel primer beso!
Había un posavasos de su viaje a Mallorca, donde se había
prometido amor eterno con una polaca de la que sólo quedó un número de
teléfono, fijo, por supuesto.
Entonces, un teléfono móvil de tercera generación o Facebook le hubieran permitido volver a
contactarla…una pena que la madre de la chiquilla sólo hablara polaco.
El chico conservaba también, como oro en paño, un
posavasos de un Starbucks donde se tomó un café el día en que encontró un buen
trabajo. El que le permitió firmar la hipoteca de su piso y empezar a ahorrar
para el futuro… El futuro…
Así pasaba el tiempo y en cada ocasión que consideraba
digna de recuerdo buscaba y encontraba un posavasos.
El posavasos del día que Eva se mudó a su casa. El del
primer día que hicieron el amor. Uno con el de la fecha del día en que se
casarían.
Poco a poco aquel objeto se convirtió en su obsesión.
Dejó de importarle lo que verdaderamente significaba.
Quería vivir, hacer cosas, solo para poder atesorar un
nuevo posavasos.
Hasta que un día de enero, de frío y nieve llegó a casa.
Algo muy extraño había sucedido.
Sobre el suelo de la cocina se encontraban ordenados
meticulosamente todos los posavasos.
Encima de la mesa de Ikea, un charco de sangre y el cuerpo sin vida
de Eva.
En su mano un posavasos que decía:
“Espero que este sea el más valioso de tus posavasos”.
Pocos meses después, murió ahogado por sus propias
lágrimas, que no fue capaz de contener ni en vasos ni en botellas.
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