lunes, 28 de enero de 2013

El chico que coleccionaba posavasos


Todos hemos coleccionado algo en nuestras vidas. Algunos con convicción y otros sin saber muy bien por qué. El chico que coleccionaba posavasos nunca me quiso contar su historia. Yo sabía de todos modos que antes o después la escribiría sin tenerla que inventar.
¿Por qué posavasos? Eso también me lo pregunté yo.
Quizás porque son fáciles de conseguir, sencillos de recopilar.
En el fondo, no tiene mucho sentido apoyar un vaso en otro lugar que no sea la barra o la mesa de un bar, por lo que no estoy muy convencida sobre su practicidad. Seguramente los posavasos de los establecimientos han estado siempre ahí por motivos meramente publicitarios.
Es decir, en un bar, los camareros limpian a menudo las superficies donde los clientes apoyamos los vasos (o al menos eso nos gusta pensar) por lo que sería un poco absurdo que su uso se reduzca a  meras cuestiones higiénicas.
En fin…el caso, es que el chico de esta historia coleccionaba posavasos y le encantaba de vez en cuando, volver a observarlos y recordar el momento y el lugar de los que habían salido.
Su posavasos más antiguo era de cuando había cumplido catorce años y se había tomado su primera Estrella Galicia con sus amigos. Luego había otro de un karaoke lleno de firmas femeninas y dedicatorias que casi no se entendían. Los licores se habían caído por encima y estaba casi pegajoso.
Luego el de su primera cita con Diana ¡Cuánto le costó aquel primer beso!
Había un posavasos de su viaje a Mallorca, donde se había prometido amor eterno con una polaca de la que sólo quedó un número de teléfono, fijo, por supuesto.
Entonces, un teléfono móvil de tercera generación o  Facebook le hubieran permitido volver a contactarla…una pena que la madre de la chiquilla sólo hablara polaco.
El chico conservaba también, como oro en paño, un posavasos de un Starbucks donde se tomó un café el día en que encontró un buen trabajo. El que le permitió firmar la hipoteca de su piso y empezar a ahorrar para el futuro… El futuro…
Así pasaba el tiempo y en cada ocasión que consideraba digna de recuerdo buscaba y encontraba un posavasos.
El posavasos del día que Eva se mudó a su casa. El del primer día que hicieron el amor. Uno con el de la fecha del día en que se casarían.
Poco a poco aquel objeto se convirtió en su obsesión. Dejó de importarle lo que verdaderamente significaba.
Quería vivir, hacer cosas, solo para poder atesorar un nuevo posavasos.
Hasta que un día de enero, de frío y nieve llegó a casa. Algo muy extraño había sucedido.
Sobre el suelo de la cocina se encontraban ordenados meticulosamente todos los posavasos.
Encima de la mesa  de Ikea, un charco de sangre y el cuerpo sin vida de Eva.
En su mano un posavasos que decía:
“Espero que este sea el más valioso de tus posavasos”.
Pocos meses después, murió ahogado por sus propias lágrimas, que no fue capaz de contener ni en vasos ni en botellas.





sábado, 19 de enero de 2013

A fuego lento

Estoy en la cocina preparando croquetas y acordándome de la abuela.
El olor a cebolla me trae tantos recuerdos…
Puedo parecer una neurótica de la comida. Primero la mortadela, ahora a fuego lento… Lo cierto es que los olores (no solo de la comida) despiertan aquellos momentos que creíamos olvidados.
Sucede como con las casas. Todas tienen un olor característico y cuando entras, es la primera cosa que percibes.
El olor de las croquetas me recuerda a la abuela, a sus manitas ágiles y arrugadas ¡Yo a la abuela la conocí siempre vieja! Ella se empeñaba en enseñarme sus fotos de joven donde parecía una artista. Para mí, en cambio tenía  ojos de agua y cabellos de algodón.
Cuando era una niña, y ya no tanto, me contaba las historias de su vida: la del burro que la llevó a despedirse de su madre en el lecho de muerte, la de su hermano que regresó de la guerra para casi morir entre sus brazos, la de su padre ciego, su abuelo premio en Bellas Artes, la historia de amor de su primer novio…
Todavía no he conocido a otra persona como ella. Ponía ilusión en cada cosa que hacía. Daba bastante igual la edad que tuviera. De hecho, me sorprendió cuando la operaron de cataratas y volvió a leer el periódico.
Vivía cada día como si fuese único.
Nunca pensó que era demasiado tarde para nada.
Siempre con su delantal en medio del humo incansable de la cocina.
Solo hacía falta decirle lo que querías…
-Abuela, ¿me haces sopa con fideos?
- Abuela, me haces patatas bravas “de las tuyas”. (Es decir, con ajo, perejil y pimentón, como ella las hacía y también las bautizaba)
La abuela nos bautizó a mi hermano y a mí un millón de veces. No se sabe a qué religión pertenecemos.  No creo que a la religión de las masas.
Ella tenía su propio punto de vista sobre el bien  y el mal, sin prejuicios ni demasiados problemas. Ojalá en el Vaticano hubieran aprendido a tener la mitad de la humildad y el altruismo que ella.
Envuelvo despacito las croquetas en el pan rallado. Las veo tan ovaladas entre mis manos...
Al otro lado de los cristales empañados cae la nieve y una lágrima llega a mi corazón como un relámpago.